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jueves, 21 de junio de 2012

El Ojo de la Memoria del Tiempo


Tomé el primer tren sin demora rumbo a Avenor. Me habían enviado a investigar una extraña enfermedad que asolaba el pueblo de Ravensville, y hacia allí me dirigía, en aquella fría mañana de otoño de 1817.
 Extraños rumores sobre el caso llegaban a mis oídos, pero deseaba verlo con mis propios ojos, antes de hacer cualquier conjetura.
 Soy médico psiquiatra. Ningún doctor hasta ahora daba con la cura de la epidemia. Se llegó a la conclusión de que se trataba de un curioso trastorno mental.
 El estudio de la psiquis humana era algo que me apasionaba desde niño. Supongo que mi interés comenzó cuando mi hermano mayor perdió la cordura, al morir su prometida días antes de la boda. Henry, mi hermano, se encerró en su alcoba desde ese momento y sólo salió de allí en un ataúd. Su muerte me impactó tan profundamente, que marcó el inicio de mi carrera. La locura siempre me ha atraído como un magnético abismo.
 El señor Crawford fue quién me recibió cuando arribé en la estación del poblado. Y luego de un cordial saludo, nos dirigimos hasta el coche que nos aguardaba fuera. El cochero, un hombre grueso y de estatura baja, nos observó por el rabillo del ojo con desprecio desde el pescante, mientras ambos subíamos al vehículo. No pronunció ninguna clase de saludo, sólo se limitó a obedecer las órdenes del señor Crawford.
 Observé por un minuto a través de la ventana, mientras nos alejábamos de allí, a una anciana jorobada, que sostenía una canasta con manzanas en la mano izquierda. Mis ojos se posaron en el brazo derecho, o mejor dicho: EN DONDE DEBERÍA ESTAR EL BRAZO DERECHO. Algo me habían comentado sobre aquello. Personas que perdían sus extremidades una a una.
 De pronto vi cómo rodaban la canasta y las manzanas por el suelo. La vieja perdiendo el equilibrio, había caído bruscamente y ahora se retorcía y convulsionaba en forma asquerosa. Una espuma blanca empezó a salir de su boca, luego se contorsionó y lanzó un grito tan agudo, que me vi obligado a taparme los oídos. Invocó a Dios, y poniendo los ojos en blanco, dejó de respirar.
 De inmediato, algunos agentes de policía se acercaron… supuse que retirarían el cadáver. La escena ya estaba fuera de mi vista. Aunque en ese momento rondaba los veinticuatro años de edad, era y aún soy, un hombre que no se deja impresionar fácilmente. Pero lo que contemplé en ese momento me había afectado sobremanera.
 Inconscientemente me cubrí la boca y la nariz con un pañuelo. No era la forma de la muerte, ni la muerte en sí misma. Era algo en los ojos y la cara de esa mujer lo que me repugnaba. Algo horrible. Algo que me estremecía por completo. Aún hoy no puedo explicar la sensación de peligro que me sobrecogió. Quizás si lo hubiera comprendido en ese instante, si lo hubiese tomado como una advertencia, no estaría hoy relatando esta historia abominable.

                                 ***

A través de las gafas rectangulares podía ver sus ojos grises y cansados. De rostro ovalado y de cabello blanco y corto, el señor Crawford, daba el aspecto de alguien muy respetable e inteligente. Tiempo antes, lo había conocido en otras circunstancias. En el funeral de mi futura cuñada, Alice, Alice Crawford. Éste hombre era su padre y, probablemente, habríamos sido parientes si el infortunio no hubiera sobrevolado nuestras vidas. Una persona bastante jovial y amable, aunque ahora parecía haber envejecido cien años…
 Durante el viaje, apenas cruzamos algunas palabras sobre el clima y temas triviales sin importancia. Por una extraña razón, ninguno de los dos hizo referencia al asunto que me traía hasta allí. Miré mis manos para comprobar si llevaba puestos mis guantes negros y así era. Empezaba a darme asco que mi piel se pusiera en contacto con cualquier cosa de ese pueblucho de mala muerte. Me sentía algo incómodo cuando miraba la cara del señor Crawford. ¿Acaso eran el atardecer y la escasa luz? No lo sé. Pero los labios finos del señor Crawford tenían una tonalidad morada y al observarlo con más detenimiento descubrí algunas manchas alrededor de los ojos.
-      Deje de imaginar tonterías, joven.- creí oír que decía entre murmullos.
-       ¿Disculpe?- ¿Me estaba leyendo la mente?
-      Pronto llegaremos.- dijo, señalando una enorme casa de varios pisos, que se alzaba frente a nosotros. Pensé que había escuchado mal. Sentíame un tanto desconcertado.
 Al fin ingresamos al edificio. Hice una mueca de disgusto, al recordar que cuando me despedía amablemente del cochero, éste había escupido el suelo y sonreído burlonamente.
 El lugar, parecía un hospital antiguo. Según Crawford, a las personas afectadas por la enfermedad se las aislaba, porque parecía ser muy contagiosa, y aún no determinaban con exactitud, las formas y medios de propagación de la misma.
 Les soy sincero. Hasta ese instante, veía lo mismo que  ustedes, supongo. La enfermedad que asolaba Ravensville, no podía ser mental. Y si así fuera, jamás se ha visto que una enfermedad  psicológica sea contagiosa, tal vez hereditaria, o podríamos hablar de algún caso en particular en el cual varias personas sean sometidas a algún mismo trato tortuoso, que las haga actuar en forma similar, como un acto-reflejo. Pues, tal vez fuera éste ese tipo de caso. De todas maneras… estábamos hablando de personas que perdían partes de su cuerpo. ¿Cómo sería eso posible? ¿Podría ser psicosomático?
 Caminamos por pasillos blancos. La blancura del lugar, era inquietante y un olor a desinfectante se percibía en el aire. Tapé mi nariz y mi boca con un pañuelo, nuevamente. Subimos y bajamos escaleras, hasta llegar a la habitación 76.
 El Sr. Crawford me hablaba de cierto paciente especial. Cuando lo vi enmudecí por unos segundos. La puerta se cerró tras de mí y miré fijamente a la persona que tenía frente a mis ojos. Era un muchacho joven, casi de la misma edad que yo. Estaba sentado en una silla de ruedas, con una manta larga azul pálido sobre su regazo. Le faltaba una pierna, según me habían contado. Tenía un lienzo con en el que se mantenía entretenido y abstraído pintando. Me aproximé lentamente para no asustarlo, aunque él no se inmutó en absoluto.
-Henry.- musité, sin poder creer el nombre que acababa de pronunciar.
El muchacho abrió la boca y la cerró de inmediato. Mojó el pincel con un poco de pintura roja. Pude ver su obra en el lienzo. Una mancha informe, llena de ojos observando.
 Me detuve a analizarlo con detenimiento. Yo había llorado sobre el cadáver de mi hermano unos años atrás. No podía estar vivo.
Probablemente, me dije, era casual aquél terrible parecido.
 Además le faltaba un ojo y debería tener un enorme lunar en el cuello, debajo de la nuca. Y aunque tenía este sujeto el cabello lo suficientemente largo como para tapar esa marca de nacimiento, era inverosímil pensar en la resurrección de las personas.
-¿Cuéntame, cómo te llamas?- pregunté amistosamente.
 Alzó la vista con interés, y dejó el pincel a un lado, sobre una mesita de roble vieja.
-      Podría decirte que me llamo Julius, pero la verdad es que ninguno de los que regresamos de allí, recordamos quiénes éramos antes de realizar el pacto con Él.
-      Entonces, Julius, ¿de dónde regresaste y de quién hablas cuando te refieres a Él?- el hombre tenía una especie de trastorno, sin duda alguna. Aunque todavía no comprendía la relación de esto con la enfermedad del pueblo. Y su enorme parecido con mi hermano difunto me hacía sentir sumamente incómodo, sin embargo intenté quitar pronto ese sentimiento de mi cabeza para mantener la mente fría, tal y como era mi costumbre.
-      Oh. Eso… no puede decirse.- El muchacho comenzó a temblar aterrorizado y a mirar hacia diferentes direcciones, como si se sintiera observado por alguien más.
-       ¡Te entregué mi ojo izquierdo y una de mis piernas! ¡Ése era el trato! ¡Deja de pedir más! ¡Ojo de la Memoria del Tiempo!- vociferó el joven fuera de sí, por lo que llamé a los doctores y enfermeros.
De inmediato cuatro hombres se presentaron y me sacaron de la habitación.
 Bajé unas escaleras, tratando de buscar la oficina del director Crawford y llegué a un subsuelo. No tenía mucha iluminación. Tres puertas rechinaron y se abrieron, saliendo de ellas, personas en bata mirándome con curiosidad.
 Una mujer robusta y rubia, empezó a cortar su brazo en finas lonjas, arrodillándose y murmurando extrañas palabras en un idioma que no pude distinguir. Un hombre calvo, al que le faltaban las manos y las orejas se echó a reír y se encerró nuevamente en su cuarto. La otra persona… no podía verla con claridad, debido a la luz tenue del pasillo. Mis pies no se movían del suelo, estaban fijos y no respondían a las órdenes imperiosas de mi cerebro. Mi pulso se aceleraba, era preciso salir cuanto antes, porque lo que tenía frente a mis ojos, apenas a unos metros de distancia, NO ERA HUMANO.
 Me tapé la nariz y la boca con un pañuelo.
 Sé que aunque intente describirlo, no podré transmitirles con exactitud la impresión que me dio. Era un ser muy largo y alto, insustancial, como si estuviera hecho de una neblina negra y difusa. Parecía tener una cabeza, dos brazos y dos piernas, como una persona normal, pero demasiado alargado y estirado. No tenía dedos ni rostro. Pero sí poseía ojos. Varios. Muchos. Estaba lleno de ojos, de un color rojo escarlata. Ojos de diferente tamaño y distribuidos por todo su cuerpo. En la cabeza había siete esparcidos aleatoriamente. Sólo en los brazos y las piernas se hallaban alineados con cuidado. Antes de que me quedara perplejo contemplándolo con la boca abierta, esos ojos miraban en diferentes direcciones. No obstante, al notar mi presencia todos sus ojos se detuvieron en mí, y sentí más miedo y terror que un niño en la oscuridad de la noche.
 ¿Cómo explicarlo? No tenía una mirada diabólica, sino más bien tranquila y amable. Tuve un impulso de cortarme la lengua para que pudiera responder a mis preguntas. Vi a mi hermano muerto, su entierro y su desentierro. Vi como mi hermano entregaba su ojo, su pierna y parte de su alma para regresar al mundo de los vivos y llevar a cabo una venganza contra Crawford, el asesino de su futura esposa…
 ¿Quién era ese ser que lo veía todo? ¿Cuántos eran? ¿Uno, tres, cien de ellos? ¡Imposible! ¡Todo esto era una alucinación de mi mente! Di un paso hacia atrás horrorizado.
 Y Él se quedó como flotando en medio del pasillo.
Lo único que recuerdo, fue que salí corriendo, y en un estado febril y demente, encontré en un depósito el suficiente combustible para desparramarlo por todo el subsuelo. Arrojé unas cerillas y todo comenzó a arder rápidamente, cortinas y mobiliario, carne y huesos, TODO. ¡Fuego, fuego, FUEGO!
 Gritos, humo y muchos ojos de color rojo fuego, mirando, siempre mirando.
 Yo no maté a nadie, sólo terminé con el reinado de terror del Ojo de la Memoria del Tiempo. No me miren así, ¿ponen en duda mi palabra? ¡Quiten sus ojos, no quiero verlos!

 (Este fue otro sueño, lo alargué un poco ¬¬ . Las boludeces que escribo cuándo estoy al pedo)

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