Tomé el primer tren sin demora rumbo a Avenor.
Me habían enviado a investigar una extraña enfermedad que asolaba el pueblo de Ravensville,
y hacia allí me dirigía, en aquella fría mañana de otoño de 1817.
Extraños rumores sobre el caso llegaban a mis
oídos, pero deseaba verlo con mis propios ojos, antes de hacer cualquier
conjetura.
Soy médico psiquiatra. Ningún doctor hasta
ahora daba con la cura de la epidemia. Se llegó a la conclusión de que se
trataba de un curioso trastorno mental.
El estudio de la psiquis humana era algo que
me apasionaba desde niño. Supongo que mi interés comenzó cuando mi hermano
mayor perdió la cordura, al morir su prometida días antes de la boda. Henry, mi
hermano, se encerró en su alcoba desde ese momento y sólo salió de allí en un
ataúd. Su muerte me impactó tan profundamente, que marcó el inicio de mi
carrera. La locura siempre me ha atraído como un magnético abismo.
El señor Crawford fue quién me recibió cuando
arribé en la estación del poblado. Y luego de un cordial saludo, nos dirigimos
hasta el coche que nos aguardaba fuera. El cochero, un hombre grueso y de
estatura baja, nos observó por el rabillo del ojo con desprecio desde el
pescante, mientras ambos subíamos al vehículo. No pronunció ninguna clase de
saludo, sólo se limitó a obedecer las órdenes del señor Crawford.
Observé por un minuto a través de la ventana,
mientras nos alejábamos de allí, a una anciana jorobada, que sostenía una
canasta con manzanas en la mano izquierda. Mis ojos se posaron en el brazo
derecho, o mejor dicho: EN DONDE DEBERÍA ESTAR EL BRAZO DERECHO. Algo me habían
comentado sobre aquello. Personas que perdían sus extremidades una a una.
De pronto vi cómo rodaban la canasta y las
manzanas por el suelo. La vieja perdiendo el equilibrio, había caído
bruscamente y ahora se retorcía y convulsionaba en forma asquerosa. Una espuma
blanca empezó a salir de su boca, luego se contorsionó y lanzó un grito tan
agudo, que me vi obligado a taparme los oídos. Invocó a Dios, y poniendo los
ojos en blanco, dejó de respirar.
De inmediato, algunos agentes de policía se
acercaron… supuse que retirarían el cadáver. La escena ya estaba fuera de mi
vista. Aunque en ese momento rondaba los veinticuatro años de edad, era y aún
soy, un hombre que no se deja impresionar fácilmente. Pero lo que contemplé en
ese momento me había afectado sobremanera.
Inconscientemente me cubrí la boca y la nariz
con un pañuelo. No era la forma de la muerte, ni la muerte en sí misma. Era algo
en los ojos y la cara de esa mujer lo que me repugnaba. Algo horrible. Algo que
me estremecía por completo. Aún hoy no puedo explicar la sensación de peligro
que me sobrecogió. Quizás si lo hubiera comprendido en ese instante, si lo
hubiese tomado como una advertencia, no estaría hoy relatando esta historia
abominable.
***
A través de las
gafas rectangulares podía ver sus ojos grises y cansados. De rostro ovalado y
de cabello blanco y corto, el señor Crawford, daba el aspecto de alguien muy
respetable e inteligente. Tiempo antes, lo había conocido en otras circunstancias.
En el funeral de mi futura cuñada, Alice, Alice Crawford. Éste hombre era su
padre y, probablemente, habríamos sido parientes si el infortunio no hubiera
sobrevolado nuestras vidas. Una persona bastante jovial y amable, aunque ahora
parecía haber envejecido cien años…
Durante el viaje, apenas cruzamos algunas palabras
sobre el clima y temas triviales sin importancia. Por una extraña razón,
ninguno de los dos hizo referencia al asunto que me traía hasta allí. Miré mis
manos para comprobar si llevaba puestos mis guantes negros y así era. Empezaba
a darme asco que mi piel se pusiera en contacto con cualquier cosa de ese
pueblucho de mala muerte. Me sentía algo incómodo cuando miraba la cara del
señor Crawford. ¿Acaso eran el atardecer y la escasa luz? No lo sé. Pero los
labios finos del señor Crawford tenían una tonalidad morada y al observarlo con
más detenimiento descubrí algunas manchas alrededor de los ojos.
-
Deje de
imaginar tonterías, joven.- creí oír que decía entre murmullos.
-
¿Disculpe?- ¿Me estaba leyendo la mente?
-
Pronto
llegaremos.- dijo, señalando una enorme casa de varios pisos, que se alzaba
frente a nosotros. Pensé que había escuchado mal. Sentíame un tanto
desconcertado.
Al fin ingresamos al edificio. Hice una mueca
de disgusto, al recordar que cuando me despedía amablemente del cochero, éste
había escupido el suelo y sonreído burlonamente.
El lugar, parecía un hospital antiguo. Según
Crawford, a las personas afectadas por la enfermedad se las aislaba, porque
parecía ser muy contagiosa, y aún no determinaban con exactitud, las formas y
medios de propagación de la misma.
Les soy sincero. Hasta ese instante, veía lo
mismo que ustedes, supongo. La
enfermedad que asolaba Ravensville, no podía ser mental. Y si así fuera, jamás
se ha visto que una enfermedad
psicológica sea contagiosa, tal vez hereditaria, o podríamos hablar de
algún caso en particular en el cual varias personas sean sometidas a algún
mismo trato tortuoso, que las haga actuar en forma similar, como un
acto-reflejo. Pues, tal vez fuera éste ese tipo de caso. De todas maneras…
estábamos hablando de personas que perdían partes de su cuerpo. ¿Cómo sería eso
posible? ¿Podría ser psicosomático?
Caminamos por pasillos blancos. La blancura
del lugar, era inquietante y un olor a desinfectante se percibía en el aire.
Tapé mi nariz y mi boca con un pañuelo, nuevamente. Subimos y bajamos
escaleras, hasta llegar a la habitación 76.
El Sr. Crawford me hablaba de cierto paciente
especial. Cuando lo vi enmudecí por unos segundos. La puerta se cerró tras de
mí y miré fijamente a la persona que tenía frente a mis ojos. Era un muchacho
joven, casi de la misma edad que yo. Estaba sentado en una silla de ruedas, con
una manta larga azul pálido sobre su regazo. Le faltaba una pierna, según me
habían contado. Tenía un lienzo con en el que se mantenía entretenido y
abstraído pintando. Me aproximé lentamente para no asustarlo, aunque él no se
inmutó en absoluto.
-Henry.-
musité, sin poder creer el nombre que acababa de pronunciar.
El
muchacho abrió la boca y la cerró de inmediato. Mojó el pincel con un poco de
pintura roja. Pude ver su obra en el lienzo. Una mancha informe, llena de ojos
observando.
Me detuve a analizarlo con detenimiento. Yo
había llorado sobre el cadáver de mi hermano unos años atrás. No podía estar
vivo.
Probablemente,
me dije, era casual aquél terrible parecido.
Además le faltaba un ojo y debería tener un
enorme lunar en el cuello, debajo de la nuca. Y aunque tenía este sujeto el
cabello lo suficientemente largo como para tapar esa marca de nacimiento, era
inverosímil pensar en la resurrección de las personas.
-¿Cuéntame,
cómo te llamas?- pregunté amistosamente.
Alzó la vista con interés, y dejó el pincel a
un lado, sobre una mesita de roble vieja.
-
Podría
decirte que me llamo Julius, pero la verdad es que ninguno de los que regresamos
de allí, recordamos quiénes éramos antes de realizar el pacto con Él.
-
Entonces,
Julius, ¿de dónde regresaste y de quién hablas cuando te refieres a Él?- el
hombre tenía una especie de trastorno, sin duda alguna. Aunque todavía no
comprendía la relación de esto con la enfermedad del pueblo. Y su enorme
parecido con mi hermano difunto me hacía sentir sumamente incómodo, sin embargo
intenté quitar pronto ese sentimiento de mi cabeza para mantener la mente fría,
tal y como era mi costumbre.
-
Oh. Eso… no
puede decirse.- El muchacho comenzó a temblar aterrorizado y a mirar hacia
diferentes direcciones, como si se sintiera observado por alguien más.
-
¡Te entregué mi ojo izquierdo y una de mis
piernas! ¡Ése era el trato! ¡Deja de pedir más! ¡Ojo de la Memoria del Tiempo!-
vociferó el joven fuera de sí, por lo que llamé a los doctores y enfermeros.
De inmediato cuatro hombres se
presentaron y me sacaron de la habitación.
Bajé unas escaleras, tratando de buscar la
oficina del director Crawford y llegué a un subsuelo. No tenía mucha
iluminación. Tres puertas rechinaron y se abrieron, saliendo de ellas, personas
en bata mirándome con curiosidad.
Una mujer robusta y rubia, empezó a cortar su
brazo en finas lonjas, arrodillándose y murmurando extrañas palabras en un
idioma que no pude distinguir. Un hombre calvo, al que le faltaban las manos y
las orejas se echó a reír y se encerró nuevamente en su cuarto. La otra
persona… no podía verla con claridad, debido a la luz tenue del pasillo. Mis
pies no se movían del suelo, estaban fijos y no respondían a las órdenes
imperiosas de mi cerebro. Mi pulso se aceleraba, era preciso salir cuanto
antes, porque lo que tenía frente a mis ojos, apenas a unos metros de
distancia, NO ERA HUMANO.
Me tapé la nariz y la boca con un pañuelo.
Sé que aunque intente describirlo, no podré
transmitirles con exactitud la impresión que me dio. Era un ser muy largo y
alto, insustancial, como si estuviera hecho de una neblina negra y difusa.
Parecía tener una cabeza, dos brazos y dos piernas, como una persona normal,
pero demasiado alargado y estirado. No tenía dedos ni rostro. Pero sí poseía
ojos. Varios. Muchos. Estaba lleno de ojos, de un color rojo escarlata. Ojos de
diferente tamaño y distribuidos por todo su cuerpo. En la cabeza había siete
esparcidos aleatoriamente. Sólo en los brazos y las piernas se hallaban
alineados con cuidado. Antes de que me quedara perplejo contemplándolo con la boca
abierta, esos ojos miraban en diferentes direcciones. No obstante, al notar mi
presencia todos sus ojos se detuvieron en mí, y sentí más miedo y terror que un
niño en la oscuridad de la noche.
¿Cómo explicarlo? No tenía una mirada
diabólica, sino más bien tranquila y amable. Tuve un impulso de cortarme la
lengua para que pudiera responder a mis preguntas. Vi a mi hermano muerto, su
entierro y su desentierro. Vi como mi hermano entregaba su ojo, su pierna y
parte de su alma para regresar al mundo de los vivos y llevar a cabo una
venganza contra Crawford, el asesino de su futura esposa…
¿Quién era ese ser que lo veía todo? ¿Cuántos
eran? ¿Uno, tres, cien de ellos? ¡Imposible! ¡Todo esto era una alucinación de
mi mente! Di un paso hacia atrás horrorizado.
Y Él se quedó como flotando en medio del
pasillo.
Lo único que recuerdo, fue que salí
corriendo, y en un estado febril y demente, encontré en un depósito el suficiente
combustible para desparramarlo por todo el subsuelo. Arrojé unas cerillas y
todo comenzó a arder rápidamente, cortinas y mobiliario, carne y huesos, TODO.
¡Fuego, fuego, FUEGO!
Gritos, humo y muchos ojos de color rojo
fuego, mirando, siempre mirando.
Yo no maté a nadie, sólo terminé con el
reinado de terror del Ojo de la Memoria del Tiempo. No me miren así, ¿ponen en
duda mi palabra? ¡Quiten sus ojos, no quiero verlos!
(Este fue otro sueño, lo alargué un poco ¬¬ . Las boludeces que escribo cuándo estoy al pedo)